Revista Jurídica de LexJuris

Volumen 3 enero 2001 Núm. 1


El Poder Judicial en Puerto Rico:  Jus Diciere v. Jus Dare

Breve análisis de las justificaciones del Tribunal Supremo para legislar judicialmente


 

“La salud de un derecho depende de la naturaleza de su entronque con la lengua y la cultura nacionales;  de su sentido de identidad;  de su relación creadora con otros sistemas jurídicos;  de su fidelidad a los valores esenciales del país y de su capacidad de contribuir a la construcción de una sociedad más justa.  Desde ese punto de vista nuestro derecho se encuentra en pésimas condiciones de salud.”

 

José Trías Monge[1]

 

            Los sistemas judiciales alrededor de  nuestra gran aldea terrestre son los mecanismos más neurálgicos dentro de los estados de derechos democráticos, sin quitarle la importancia a otros sistemas gubernamentales o administrativos.  A medida que nuestra sociedad se vuelve más compleja, que la vida en total se torna más difícil y variada y se escasean los recursos, los ciudadanos cada vez más solicitan la intervención de los tribunales en una gran variedad de  ocasiones.  Hay quienes establecen, preocupadamente, que en los últimos años se gobierna mediante opiniones, sentencias y resoluciones judiciales.[2]  Aún con toda y esta preocupación genuina de algunos juristas, la crisis en nuestra sociedad ha llevado a que ésta sea una de las más litigiosas del hemisferio.  En consecuencia, las reglas de derecho emanentes de las sentencias dictadas por nuestro más alto tribunal se convierten en parte de nuestro acervo jurídico y, por lo tanto, son obligatorias para los tribunales de menor jererquía y, como es natural, también para la ciudadanía en general. [3]  Así las cosas,  existe dentro del marco del poder judicial aquellas decisiones que se interpretan, en ocasiones mal y en ocasiones como lo son, como legislaciones judiciales.  Muchas de estas decisiones han llegado fuertemente a la opinión pública creando una especie de desasosiego y confusión en la comunidad sobre los verdaderos parámetros, poderes y limitaciones de la Rama Judicial y la Legislativa. Sin embargo, los ciudadanos deben tener presente que existen limitaciones propias de nuestro sistema de gobierno que impiden en ocasiones que los tribunales intervengan  y adjudiquen algunos asuntos que se les traen en consideración.  Así las cosas, veamos algunos aspectos del estado de derecho que gobierna el sistema judicial en Puerto Rico, para así tener  contextual y conceptualmente un marco de referencia en el análisis de la legislación judicial.

            En Puerto Rico rige la doctrina de separación de poderes.  Esto es, que los tres poderes matrices que administran el todo del gobierno, tendrán, por los menos en la teoría, independencia de criterios dentro de sus sistemas y la relación de pesos y contrapesos que establece la doctrina.  De esta forma se establece la ideología filosófica de Montesquieu consistente en que “todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él” y para evitar el abuso es preciso que  “por la disposición de las cosas, el poder frene al poder.” [4]  

            En Puerto Rico, a raíz de la invasión norteamericana del 1898, incorporaron los colonizadores un gobierno dividido en tres poderes.  Primero con la Ley Orgánica de 1917 (Ley Jones) que establecía un sistema de tres departamentos:  legislativo, ejecutivo  y judicial.[5]   Durante ese período el Tribunal Supremo de Puerto Rico se había enfrentado a controversias que cuestionaban la legitimidad de ese sistema.  En Pueblo v. Arrillaga, 30 D.P.R. 940 (1922) [6] se deja ver claramente la posición del sistema judicial en ese entonces.  Veamos:

“Durante la vista de este recurso se hizo la manifestación de que la situación de la Isla era tal que la Corte Suprema tendría que hacerse cargo del gobierno.   No haya temor a que ese extremo llegue.  Si la Corte Suprema en el más noble deseo de impartir justicia, rebasara el límite de sus atribuciones, no obstante la nobleza de sus deseo y la rectitud de su intención, realizaría un acto arbitrario, despótico, y en vez de constituir la salvaguardia, se convertiría en la amenaza de las libertades políticas.”

 

            Veintinueve años más tarde, se aprueba por el Congreso de Estados Unidos la Ley Orgánica Número 600 que da paso a que en Puerto Rico se redactara una Constitución bajo la condición jurídica hasta ahora padecida,  Estado Libre Asociado de Puerto Rico.  Así las cosas, en  su  Artículo I, sección 2, se establece la forma republicana de gobierno, esto es la división de los tres poderes pronunciados.   Por su parte, la Constitución de los Estados Unidos de América (EE.UU.)  esboza tal forma de gobierno en sus Artículos I, II, y III.[7]

            Ahora bien, al aprobarse en el 1952 nuestra Constitución, mediante el Artículo V, se crea el Poder Judicial del país. Este artículo establece que :  “El poder judicial de Puerto Rico se ejercerá por un Tribunal Supremo, y por aquellos otros tribunales que se establezcan por ley.”  Además del imperativo supremo de la Constitución, el poder judicial también está respaldado por la Ley de la Judicatura de 1994, según enmendada, y por los reglamentos aprobados por el Tribunal Supremo. 

            Sentadas las bases de un poder judicial “independiente,” ¿cómo es que el mismo llega a revisar judicialmente las leyes?  El caso alpha que a trascendido a la historia como uno de los más comentados y estudiados lo es Marbury v. Madison, 2 L.  Ed. 60 (1803).   En dicho caso se estableció que un tribunal con jurisdicción puede revisar una ley declarándola o no inconstitucional.  El problema fundamental que plantea la revisión judicial, es el de su relación con las nociones generales esenciales de soberanía  popular que constituyen el basamento de las modernas democracias representativas.  Si jueces nombrados  de por vida tienen la facultad de anular leyes aprobadas por los representantes electos por el pueblo.  Nos manifiesta el profesor  Serrano Geyls la interrogante sobre si existe o no la soberanía popular.[8]  Dichas controversias siguen existentes ya a dos siglos de la decisión del Juez Marshal en Marbury v. Madison.  Varias decisiones del Tribunal Supremo han sido atacadas, principalmente por el poder legislativo.  Éste último, mantiene el discurso centenario de que es la legislatura quien teniendo el favor del soberano ( el pueblo) son los que tienen el deber  basado en el poder de razón del Estado (police power) de legislar las leyes en Puerto Rico. Así las cosas, cuando el Tribunal Supremo analiza alguna legislación o figura jurídica ampliándola, limitándola o estableciendo alguna normativa nueva no prevista por el legislador, surgen controversias dignas de las primeras planas del país y de ávidos  estudios por parte de la academia.  Por un lado, llamarían al Poder Judicial usurpador de prerrogativas constitucionales establecidas por la doctrina de separación de poderes y otros lo verían como un ejercicio saludable de la independencia judicial. 

            Entremos ahora, pues, de lleno a aquello conocido en el ambiente tecnico-jurídico como la Legislación Judicial.   La Legislación judicial se constituye cuando el tribunal por fíat judicial, intercala en un estatuto que en el mismo no aparece en su texto. [9]  Por otro lado, el esquivar la normativa legislativa, ya sea por las doctrinas de equidad  o por cualquier otro motivo, subjetivo u objetivo, establecido en el ratio decidendi del tribunal establece una forma más flagrante de legislación judicial, sea o no beneficioso para la sociedad.

            En ocasiones las pugnas jurídicas se entablan en el mismo seno del Tribunal.  Cuando uno o más de los jueces no se encuentra de acuerdo con la opinión mayoritaria, pues entienden que la misma constituye una legislación judicial, lo exponen claramente en su opinión disidente dejando entrever  su molestia.  Uno de los jueces que actualmente ha criticado estas actuaciones lo es el Juez Asociado Rebollo López de quien citamos sendas opiniones disidentes despotricando fuertemente contra tal práctica. 

            En Pueblo v. Ríos Alonso, 99 T.S.P.R. 177, opinión de  23 de noviembre de 1999,  el Tribunal Supremo por voz del Juez Presidente Andreu García estableció que:  

 “...cuando el Ministerio Público haya logrado obtener una determinación de causa probable en la primera vista preliminar celebrada a tenor con lo dispuesto por la Regla 23 de Procedimiento Criminal, supra, el magistrado que preside la nueva vista preliminar en alzada no tiene facultad para dejar sin efecto dicha determinación previa de causa probable a no ser mediante una nueva determinación de causa probable por el delito imputado en la denuncia, por un delito mayor a aquel por el cual se determinó causa probable originalmente o por un grado mayor de dicho delito. 

            

 

            Inconforme con la opinión mayoritaria el Juez Rebollo López comienza su razonamiento indignado por lo que el cree fue una burda legislación judicial al esbozar que “...la decisión que hoy emite una mayoría de los integrantes de este Tribunal realmente es difícil de creer; de hecho, la misma resulta ser inconcebible. Mediante la errónea y peligrosa Opinión que emite, el Tribunal establece y valida en nuestra jurisdicción la “opinión consultiva” en el campo del derecho penal; ello en un craso acto de legislación judicial.” (subrayado del original y negrillas suplidas).

            Por otro lado, en Lugo Rodríguez v. Junta de Planificación, 2000 T.S.P.R. 3, opinión de 12 de enero de 2000, por voz del Juez Asociado Corrada del Río se estableció que en un procedimiento administrativo “...son “parte” a las cuales es necesario notificar copia de un recurso de revisión judicial, (1) el promovente; (2) el promovido; (3) el interventor; (4) aquél que haya sido notificado de la determinación final de la agencia administrativa; (5) aquél que haya sido reconocido como “parte” en la disposición final administrativa; y (6) aquél que participa activamente durante el procedimiento administrativo y cuyos derechos y obligaciones puedan verse adversamente afectados por la acción o inacción de la agencia.” Y por otro lado,  “...[n]o son “parte” a quienes tenga que notificárseles copia de los recursos de revisión, (1) el mero participante; (2) el amicus curiae; (3) aquél que comparece a la audiencia pública, sin mayor intervención; (4) aquél que únicamente declara en la vista, sin demostrar ulterior interés; (5) aquél que se limita a suplir evidencia documental; (6) aquél que no demuestre tener un interés que pueda verse adversamente afectado por el dictamen de la agencia.

            El Juez Asociado Rebollo López vuelve a demostrar su preocupación por las legislaciones judiciales, en esta opinión disidente nos establece lo siguiente:

 

“La Opinión mayoritaria emitida por el Tribunal en el presente caso nos hace recordar el refrán pueblerino de que, en ocasiones, “el remedio resulta peor que la enfermedad”.

[...]

Lo realmente grave e incomprensible, sin embargo, es que dicha situación se puede evitar meramente siguiendo los términos, claros y sencillos del estatuto que controla la situación en lugar de incurrir en un craso acto de legislación judicial...

[...]

Ante esta situación, ¿qué hace la mayoría del Tribunal? En un craso acto de legislación judicial, acompañado el mismo por un increíble malabarismo jurídico, crea una norma que es confusa y difícil de cumplir.

[...]

La norma vaga y difícil de cumplir que establece el Tribunal atenta, incluso, contra el derecho de una persona “a tener su día en corte” ya que la misma obligará al peticionario en un recurso de revisión judicial a incluir como “parte” a todo el mundo en caso de duda; situación que puede resultar tan costosa y gravosa que efectivamente impida que éste pueda sufragar el costo del procedimiento de revisión judicial.”  (Énfasis suplido)

 

 

            Hemos visto como, en ocasiones, la conciencia judicial de algunos jueces, no tolera estas acciones y se manifiestan abiertamente contra estas.  Nos preguntamos si tales posiciones serán así de herméticas o a contrario sensu si cada juzgador tendrá su oportunidad en la controversia precisa para que actuando en torno a sus preferencias y prejuicios legislen judicialmente y se olviden de las luchas del pasado.  Empero, no todas las personas contravienen contra el jus dare del Tribunal Supremo.  Ejemplificando lo dicho, vemos como en casos como el de Figueroa Ferrer v. E.L.A., 107 D.P.R. 250 (1978), muchos opinan que fue una actuación heroica suscrita por el Juez Presidente Trías Monge.  En torno al luterano caso citado y su controversia aun subsistente, Colón Santana nos dice que: “...[e]l poder judicial tiene que cumplir con su fundamental y trascendente obligación de proteger los derechos de los ciudadanos frente al poder violador del Estado.  Máxime en la situación del presente, cuando la Asamblea Legislativa se ha negado a implementar [sic, implantar] la garantía constitucional a la intimidad en una pieza legislativa por intereses que no tienen nada que ver con el sentido prístino de la idea recogida en los conceptos en los conceptos de “interés público” o “política pública.”[10]

             Es de conocimiento general muy pocas veces en nuestra vida se encuentran opiniones consensuales, más aún  cuando son controversias públicas que afectan a toda una sociedad.   Es por eso, que en cuanto a la controversia del caso Figueroa Ferrer v. E.L.A., supra, Sonia Toro esboza las palabras que le dan sentido al título de este escrito:  “Esta decisión (refiriéndose al caso Figueroa Ferrer v. E.L.A., supra) ...es una interferencia e intrusión del poder judicial sobre el legislativo que era indefectible...Los jueces deberían recordar que su oficio es jus diciere no jus dare, interpretar la ley no darla.”[11]

            Como es de palparse, no en el sentido estricto sino subjetivo, hay diferentes puntos de vista en cuanto a la llamada legislación judicial.  Toda va a depender, ineludiblemente, de los grados de tolerancia a tales acciones.   Muchos podemos estar de acuerdo con opiniones del Tribunal Supremo, que de no haberse llegado  a tal conclusión equivaldría en una desviación de la justicia.  Lo que no puede perderse de perspectiva es que para bien o mal son legislaciones judiciales que toman parte del poder legislativo.  Lo que sí va a variar es el razonamiento de algunos en cuanto a que esas opiniones no dan margen a una nueva normativa, sino, nos dirían arduamente, que son interpretaciones de la ley y de la Constitución tal y como lo reza la Ley Suprema, y que en ningún momento del razonamiento están implantando o añadiendo una normativa nueva no prevista por el legislador. 

            Veamos y analicemos a continuación algunas de las decisiones más importantes del Tribunal Supremo de Puerto Rico que han llevado a innumerables discusiones tanto en la academia como en la opinión pública acerca de la legitimidad del poder del Tribunal Supremo para tomar esa vía de interpretación decisional. 

            Cuando el Juez Presidente Trías Monge tejía sus fundamentos jurídicos en el caso de Figueroa Ferrer v. E.L.A., supra, lo llevó de la mano bajo un análisis puramente constitucional.  El Tribunal Supremo encuentra, un conflicto de los intereses particulares del Estado respaldados por la ley en oposición a los derechos particulares y personales de los individuos sostenidos por la Constitución.[12]    Como sabemos, el caso de Figueroa Ferrer v. E.L.A., supra, se basa en el análisis de el Artículo 96 del Código Civil de 1930, 31 L.P.R.A. § 321, en dónde se establecen las causales de divorcio.  En dicho estatuto no se provee para que las personas que quisieran divorciarse mediante el consenso lo hagan sin tener que exponer las razones para tal decisión.   Las cuestiones constitucionales envueltas eran el derecho a la protección de la ley contra ataques abusivos a su honra, a su reputación y a su vida privada o familiar [13]  y a la inviolabilidad de la dignidad del ser humano.[14] 

            Uno de los fundamentos o justificaciones que utilizaba el Tribunal Supremo era que “...la verdadera situación en Puerto Rico es que existe de facto hace tiempo el divorcio por consentimiento mutuo.  De lo que se trata este caso es simplemente es si, en aras del respeto debido a la dignidad e intimidad del ser humano y a la propia integridad de la ley y de los procesos judiciales, se debe reconocer  formalmente lo que ya es realidad en nuestro país.” Figueroa Ferrer v. E.L.A., supra, a la pág. 271.   Lo cierto es que en Puerto Rico se estaba viviendo en un engaño jurídico que más bien lo que hacía era daño a nuestro sistema de derecho democrático.  En torno a esto nos esbozaba don Félix Ochoteco, mucho antes de existir el caso analizado:

 

“Repugnancia nos causa contemplar las comedias judiciales que se presentan antes nuestros Tribunales en gran números de acciones, en que las partes, e impulsadas por la imperativa exigencia del estatuto, simulan una ausencia de confabulación, todo ello con el consiguiente ultraje a la dignidad de los juzgadores y poniéndose de manifiesto un cínico relajamiento en la administración de justicia.” [15]

 

 

            Empero, la justificación más primordial en el ámbito constitucional lo es el razonamiento establecido por el Juez Trías Monge, a la pág. 277:

 

“Hasta que la Asamblea Legislativa opte, dentro del esquema constitucional vigente, por prescribir otras normas tendentes a garantizar que la decisión de disolución conyugal por mutuo acuerdo no es hija de la reflexión, los tribunales no admitirán renuncias al término para solicitar revisión y la petición de divorcio podrá retirarse en cualquier momento antes que la sentencia se convierta en final y firme.  La Asamblea Legislativa puede erigir  otras salvaguardas razonables para defender debidamente la estabilidad de la familia, siempre que no viole los derechos legislables que protegen las secciones 1 y 8 de la Constitución.” 

 

 

            Este razonamiento, esbozado por el Tribunal se basa en la función obvia e indelegable por la Rama Judicial de interpretar la Constitución.[16]  Así pues, se pronuncian las palabras que dan paso a la legislación judicial, abriendo las puertas para otras futuras, a tenor con el estado de derecho establecido.   Veamos el clímax de la justificación dada por el Tribunal Supremo en uno de los casos más controversiales de la historia jurídica de Puerto Rico.

 

Competería por entero la reglamentación de esta materia a la Rama Legislativa únicamente si resolveríamos que este Tribunal es impotente bajo la Constitución para proteger el derecho a la intimidad de los ciudadanos  de este país en este aspecto de las relaciones familiares;  que carece igualmente de poder para impedir la degradación a que a menudo se fuerza a las cónyuges bajo la situación imperante;  y que su papel no puede rebasar al del simple espectador limitado a lo sumo a lamentar el desprestigio que sufre necesariamente un sistema jurídico divorciado de la realidad a la que se supone que sirva. (Énfasis suplido) [17]

 

 

            Obviamente, el Tribunal Supremo toma su razonamiento en tres importantes situaciones que aquejaban al derecho de la época:  (1) la realidad extra-jurídica que se estaba viviendo;  (2)  la protección constitucional de los individuos;  (3)  la facultad del poder judicial para proteger a los ciudadanos e interpretar la Constitución. 

 

            En esa misma, época, surge también el caso de Cruz Cruz v. Irizarry, 107 D.P.R. 655 (1978), que por coincidencia es el del mismo año que el de Figueroa Ferrer v. E.L.A., supra.   En dicho caso se analiza la Ley de Hogar Seguro, Ley Núm. 87 de 13 de mayo de 1936, Artículos 1 y 3, 31 L.P.R.A. §§ 1851 y 1853, respectivamente.   En la Ley  se establecía el disfrute del hogar seguro y el monto del valor por la cual podía consistir el albergue en relación a los jefes de familia.  La disyuntiva del caso se encuentra en el Artículo 3 de la Ley en dónde se dan los parámetros y requisitos para el hogar seguro de advenir la muerte del jefe de familia o el abandono de éste a la familia.  Sin embargo establece que en un supuesto fáctico de divorcio se dispondrá según la equidad del caso.

            En el caso de Cruz Cruz v. Irizarry se trataba de un caso de separación de bienes dónde la esposa, alegaba el derecho a que el Tribunal interpretara su caso a base de los principios de equidad.  Así lo hace, veamos:

“Este es uno de esos casos en que por mandato del legislador la equidad se incorpora como parte del derecho positivo y deja libertad al juzgador para que echando a un lado el rigor jurídico prefiera la solución estrictamente legal, un sentido moral y humano que haga especial justicia al caso concreto ante él. [18]

 

 

            Este caso es altamente distinguible de Figueroa Ferrer, pues es la misma ley que le da permiso al Tribunal Supremo para que establezca una normativa nueva referente a los hechos específicos de cada caso.  A la luz de los principios de equidad, el Tribunal le extiende el derecho a Hogar Seguro a la esposa divorciada y a los hijos que se encuentra bajo su custodia hasta que el menor de éstos advenga a la mayoría en edad.  No obstante, por voz del Juez Asociado Díaz Cruz se advierte que:

 

“No debe entenderse esta decisión como imponiendo el reconocimiento automático del hogar seguro en todo caso sobre liquidación de bienes gananciales en que se reclame tal exención.  La solución en equidad se abraza a la justicia a cada caso sin generalizar.” [19]

 

 

            Sin embargo, en mi opinión en ningún caso, haya legislación o no, se va a conceder el hogar seguro por obra y gracia divina.  Pues se tiene que regir por ciertos requisitos establecidos o en las legislaciones o jurisprudencias.  Ahora bien, si cualquier caso cumple con los requisitos establecidos aun no siendo idéntico al de Cruz éste se tiene que medir  por los principios de equidad.  Entonces advendría otra normativa nueva.   Aunque a tenor con lo establecido en Cruz Cruz v. Irizarry, se creo el P. del  S. 194, que provocó la enmienda del Artículo 109 del Código Civil, adicionando un acápite (a) con lo establecido en el caso, aun así, un caso distinto a lo establecido en el Código Civil se tiene que remitir a la Ley de Hogar Seguro y si es de división de bienes gananciales, ésta lo va a remitir a los principios de equidad.  Nada, que cada vez que ocurra una normativa jurisprudencial, se esperará que la Legislatura haga lo mismo que con el Artículo 109 del Código Civil... cosa que dudo.  Más aún hay quienes consideran que el Tribunal Supremo pudo haber llegado a la misma conclusión y al mismo resultado valiéndose solamente de la legislación sobre alimentos vigentes de la época.[20]

            En nuestro tercer análisis veremos una clase de legislación judicial que macula hasta el ínfimo sentimiento de nuestra tradición civilista.  Se trata de la incorporación de figuras extranjeras a nuestro sistema de derecho.    Como se conoce, a principios del siglo XX, Puerto Rico se encontraba sufriendo uno de sus mayores cambios, en todos los aspectos de su adolescencia identidad.  Cuando los Estados Unidos de América invaden a Puerto Rico, el proceso de transculturación jurídica no se dio por esperar y el mismo fue tan intenso que aun, siglo más tarde,  sufrimos los embates del mismo.   Como es de esperarse dicha transculturación jurídica trastocó, flagrantemente, la tradición civilista que imperaba en Puerto Rico, y que es más a fin con la forma de ser de los caribeños. [21]   De esta fuerte nos dice Vélez Torres, con cierta indignación que “`[d]e esta suerte, han sido aceptados en nuestro país, y ha estado rigiendo al lado de las reglas del derecho legislado, figuras jurídicas procedentes de sistemas de de derecho foráneos, especialmente el anglosajón, tales como las servidumbres de equidad, la servidumbre del propietario, el fideicomiso constructivo en entre otras.”[22]  Mas adelante nos manifiesta el profesor:  “[e]s decir, el poder judicial ha acometido la tarea que hace ya tiempo la Asamblea Legislativa ha debido emprender.”

            En el año 1913 se suscitó el caso de Glinés v. Matta, 19 D.P.R. 409 (1913), este es un pleito entre ciudadanos dueños de solares colindantes en Miramar, por razón de que uno de ellos trató de construir en su solar en contravención de las limitaciones que gravaba dicha finca.  Esta limitación había sido inscrita en el Registro de la Propiedad por una sociedad cooperativa dueña original del terreno  ya segregado.  Adviniéndo erga omnes la limitación impuesta el propietario acudió al Tribunal a defender el derecho de propietario garantizado por la Constitución norteamericana en esa época. 

            En el caso el Tribunal Supremo en su mayoría norteamericanos aplicó la llamada figura de servidumbres de equidad, que la doctrina jurisprudencial del derecho común establece.   Vélez Torres en una de sus obras truena fuertemente contra la actuación del Tribunal Supremo de 1913.

 

“Vale señalar que en el caso de Glinés no se discutió el problema relativo a la supuesta deficiencia normativa de nuestro Código frente al nuevo fenómeno.  El señor Juez ponente (WOLF), con el absolutismo, con el empeño de sembrar en nuestro medio la cultura jurídica norteamericana, que siempre caracterizó a todos los jueces norteamericanos que a principios de siglos dominaron nuestro quehacer judicial, sobre todo, en el Tribunal Supremo, se limitó a resolver, a la figura jurídica que le era más familiar.” [23]

 

            Dicha figura se ratifica más tarde en Lawton v. Rodríguez Rivera, 35 D.P.R. 487 (1926).  Sin embargo, se afirma en dicha opinión que la Legislatura, al adoptar el Código Civil antiguo en materia de servidumbres, no introdujo ninguna modificación o innovación en las mismas, no porque no pudiera prever la nueva modalidad que representa la nueva calidad y exigencias de la vivienda puertorriqueña, sino porque el concepto de servidumbres (positivas y negativas) que define el Código es tan amplio que, a poco que se analicen las restricciones no parece que sean extrañas, por su naturaleza, a las servidumbres negativas.

 

            He ahí la justificación añorada, pero al descubierto su verdadero motivo por el profesor Vélez Torres.  En dicha opinión se trata de apaciguar los roces con la Asamblea Legislativa sin embargo, a pasar del tiempo se va interpretando la realidad existente detrás de cada decisión que impone una figura anglosajona.

            Gracias a la inventiva del puertorriqueño en el afán de criollizar las cosas en Colón v. San Patricio, 81 D.P.R. 242 (1959) se solidifica la figura .  De un mero concepto inicial, la figura ha ido evolucionando y el Tribunal Supremo ha ido puliendo su sustantividad propia a la luz de nuestra realidad jurídica-nacional.  Claro está, siempre conservando dicha figura la independencia que le presta su origen de un ordenamiento foráneo, parido vía legislación judicial.[24]

 

            Hemos visto tres clases de legislación judicial.  La primera establecida en Figueroa Ferrer v. E.L.A., supra, en dónde se establecía una normativa totalmente nueva y diferente a lo establecido en la legislación.  Justificándose la misma, por unos imperativos constitucionales que iban a la par con unas realidades históricas que eran sumamente obvias.  La segunda, la vimos en Cruz Cruz v. Irizarry, supra.  En esta situación era la misma legislación que proveía la actuación legisladora del Tribunal, tanto así que esa misma normativa se hizo ley.   Véase, Artículo 109 (a), supra.  Con la interrogante de la vigencia de la Ley de Hogar Seguro, supra,  y  la aplicación de las doctrinas de equidad en nuevos y diferentes casos.  Por último, las legislaciones judiciales que implantan de una forma grotesca figuras y/o normas que no existen en nuestro ordenamiento y las trasladan a Puerto Rico. Esto sin la consideración sobre si son o no son viables en nuestro estilo de vida, de ser, en fin en nuestra cultura nacional.

            Depende de las nuevas generaciones de juristas puertorriqueños seguir creando un derecho a nuestra imagen y semejanza, ya vasta de los vaticinios apocalípticos y de las realidades dolientes de nuestro sistema jurídico.  El analizar otras culturas jurídicas a la luz de nuestra cotidianeidad es saludable para nuestro derecho.  Pero por favor, recuerden, equiparar la utilización en la jurisdicción que sea con la forma nuestra, para que no se incorporen normativas a la trágala que no vayan a la par con la sociedad puertorriqueña.  Que en fin es joven aún, y estamos a tiempo de enderezar el palo.

 



Notas:

[1] Trías Monge, J., La Crisis del Derecho en Puerto Rico, 49 Rev. Jur. U.P.R. 1 (1980)

[2] Véase, Padilla Martínez, Harry,  El Poder Judicial en Puerto Rico su Estructura, Funciones y Limitaciones, 50 Rev. Jur. U.P.R. 357, 359 (1981)

[3] Vélez Torrez, J.R., Derecho de Obligaciones-Curso de Derecho Civil, 2da. ed., Programa de Educación Continuada de la Fac.Der. U.I.A., (1997), pág. 241.

[4] Montesquieu, Ch., Del Espíritu de las Leyes, (traducción de M. Blázquez y P. de la Vega), Ed, Tecnos, Madrid, 1980, págs. 151, in fine.

[5] Berga, P., La Separación de Poderes y el Sistema Judicial, 8 (1) Rev. Jur. U.P.R. 37, 44 (1938).

[6] pág. 948

[7]  Padilla Martínez, Harry, ob, cit.,  (1981), pág. 361

[8] Serrano Geyls, R., Derecho Constitucional de Estados Unidos y Puerto Rico, Vol. I, 1 ed. Col. Abog. P.R. (1986), pág. 47.

[9] Véase, Román v. Superintendente, 80 D.P.R. 552, 595 (1958).

[10] Colón Santana, José E., El Divorcio por Consentimiento Mutuo Reforma Necesaria, 41 Rev. Jur. Col. Abog. 547, 588 (1980).

[11] Toro Nazario, Sonia M., El Divorcio por Consentimiento Mutuo, 83-84 Rev. Der. Ptqño. 367, 370 (1982), citando a Bacon F., Ensayos. Ed. Aguilar, Argentina, 1965, pág. 220.

[12] Ibid.

[13] Artículo II, Sección 8, Constitución del Estado Libre Asociado de Puerto Rico

[14] Artículo II, Sección 1, supra.

[15] Ochoteco, F., Comentarios a la Ley de Divorcio Española en Relación con Nuestro Estatuto, 4 Rev. Jur. U.P.R. 71, 72 (1934).

[16] Véase, Santa Aponte v. Secretario del Senado, 105 D.P.R. 750 (1977).

[17] Figueroa Ferrer v. E.L.A., supra, págs. 277, 278.

[18] Cruz Cruz v. Irizarry, supra, pág. 660.

[19] Ibid, pág. 661.

[20] Véase, Vega, Edgar R., Cruz v. Irizarry:  Hogar Seguro, 49 Rev. Jur. U.P.R. 86 (1980).

[21] Véase al respecto, Trías Monge, J., ob. cit. (1980).

[22] Vélez Torrres, ob. cit., (1997), pág. 241.

[23] Vélez Torres, J., Curso de Derecho Civil-Los Bienes-Los Derechos Reales, Tomo II, pág. 402.

[24] Recientemente  en Baco. v. Almacen Rosa Delgado, 2000 T.S.P.R. 111, el Tribunal Supremo por voz del Juez Presidente Andreu García desterró de nuestro ordenamiento la figura jurídica anglosajona del res ipsa loquitur, que creaba una especie de presunción de negligencia en los casos de responsabilidad civil extracontractual.  De esta forma sigue los pasos del Juez Trías Monge en su afán de crear un derecho puertorriqueño en el campo de la responsabilidad ex delictual establecido en Valle  v. American Insurance, 108 D.P.R. 692 (1979) y Gierbolini v. Employers Fire Insurance, 104 D.P.R. 853 (19176).

 

 


| Hogar  | Indice | Junta | Huellas | Archivos | Lazos | LexJuris | Evaluación |

 

La información, las imágenes, gráficas u otro contenido en todos los documentos preparados en esta Revista son propiedad de la Revista de Lexjuris. Otros documentos disponibles son propiedad de sus respectivos dueños. Derechos Reservados. Copyright © 2000 Revista de LexJuris de Puerto Rico.